Rocío Martínez-Sampere

Pequeño programa en gris

4 min
debat electoral 20D

Cada vez que iba a Madrid me fijaba en el edificio que se ve a la salida de Atocha, antes de coger Paseo del Prado hacia arriba. Es uno de esos edificios neoclásicos del XIX, no particularmente bonito, la verdad, de los que en Madrid abundan tanto. Si te fijas y miras hacia arriba, justo debajo de las tres carrozas aladas que hay en la parte alta de la fachada, se puede leer perfectamente una inscripción grabada en piedra: “Ministerio de Agricultura”.

Un día, ahora que vivo en Madrid, entré. El edificio es el Palacio de Fomento, construido por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco y declarado monumento de interés cultural en 1989. Tiene su historia. Y es interesante. Se la recomiendo. Pero lo que de verdad me llamó la atención es que el Ministerio de Agricultura cambió de nombre, funciones y estructura más veces durante los primeros 40 años del siglo XX que en los 40 años de democracia.

Supongo que algunos lo ven como un síntoma de estabilidad institucional. A mí, en cambio, me parece más bien un síntoma de resistencia endémica al cambio estructural.

Entre el final de la Restauración y durante la República, el Ministerio fue cambiando varias veces como resultado de la importancia que la agricultura tenía en la economía española y la agenda sociopolítica. No es extraño que fuera justamente durante el periodo de Manuel Azaña cuando se dio a la agricultura rango de ministerio independiente, en 1933. Fue durante la Segunda República cuando se intentó solucionar el problema agrario español con un programa modernizador de redistribución de la propiedad de la tierra plasmado en la reforma agraria y la ley de cultivos de la Generalitat. La agricultura era una cuestión de primera magnitud en la agenda política y un tema determinante en el cuadro económico del país.

En cambio, parece que hoy en día importa poco que la agricultura tenga un peso mucho menor en nuestra economía, que esté de facto regulada por convenios internacionales y la Unión Europea, y que exista poco margen de maniobra a nivel estatal y autonómico. Parece que poco importan las razones: todos los gobiernos sin excepción han mantenido el ministerio y la inscripción, en piedra, de su sede.

Me podrían argumentar que los cambios de nombre no son relevantes para llevar a cabo una discusión seria sobre la política agraria en España. Y tendrían razón. Ni yo sé lo suficiente sobre el tema ni creo que esta discusión sobre el nombre del ministerio de Agricultura sea esencial para los problemas políticos que tenemos... pero esta evidencia estética me ha parecido adecuada como ejemplo de algo que sí me parece importante: mientras todas las empresas, entidades del tercer sector o incluso las familias adaptan su organización a los nuevos tiempos y a los nuevos retos, los futuros dirigentes de la administración y hoy candidatos a la presidencia del gobierno no dicen nada sobre el tema. ¿Se imaginan a Telefónica con la misma organización interna que antes de que existiera el teléfono móvil? ¿Se imaginan a Greenpeace haciendo las mismas campañas que hace diez años, antes de que existiera Twitter o hubiera cambiado la conciencia sobre el cambio climático? Ni una ni otra habrían sobrevivido sin cambios internos de alcance y de orientación para poder actuar con efectividad. La analogía es obvia.

Con esto no quiero decir, no me malinterpreten, que lo que se debería hacer es proponer eliminar el ministerio de Agricultura y crear, por ejemplo, el Ministerio de Turismo, que pesa el doble en nuestro PIB y en población ocupada. ¡No! Pero sí me parece que no es banal discutir sobre qué organización administrativa tiene sentido para poder articular las promesas electorales. ¿Mantendremos ministerios que ya no tienen muchas competencias? ¿Crearemos otros nuevos? ¿Cambiaremos ministerios por comisionados para poder gestionar por proyectos horizontales, más adecuados a los nuevos retos que unas estructuras verticales que no interactúan entre ellas? ¿En una administración monolítica, seremos capaces de dualizar los ritmos del front office y el back office para dar mejor servicio a los ciudadanos? Y no sé a qué conclusión llegaríamos. Pero sí sé que sería democráticamente mejor: conservar intacta la inscripción en piedra en el Ministerio de Agricultura debería ser fruto de una decisión y no de una inercia.

Ningún asesor del mundo recomendaría a ningún político, del color que sea, hacer un programa así. De hecho, en esta campaña estamos viendo que el naranja y el violeta se han añadido al rojo y al azul. Pero en ninguno de estos programas tan coloridos encontramos lo que yo llamo pequeño programa en gris, de todas las cosas aburridas que viven por inercia y que nadie se plantea cambiar. Desafiando lo que nos recordaba Raymond Aron: que una buena política se mide por su efectividad, no por su virtud.

Vivimos momentos políticos en los que prima la emotividad. Y está muy bien. La política que no interpela un estado de ánimo no es buena política. Pero no podemos olvidarnos del programa gris, de ese que es necesario para articular un cambio, para hacerlo efectivo. Y este programa, aunque sea en el anexo, está demasiado ausente en esta colorida campaña.

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